Olvido

Por Margarita Espinoza

El hombre es como la luna,
con una cara oscura que a nadie muestra.
Mark Twain.

La encontré una fría mañana de julio. La divisé de lejos y corrí a su encuentro, la llamé por su nombre, pero no me escuchaba o, tal vez, no me quería escuchar, hasta llegué a dudar que fuera ella… Se veía más flaca y en realidad su apariencia no era la misma. Apuró el paso, pero yo no podía abandonar la intención de alcanzarla, quería advertirle que no volviera… De repente, se detuvo, y pude llegar a ella… se mostró distante, como si no me conociera. Llorando le conté que habían llegado a buscarla al colegio y que el presidente del centro de alumnos pasó sala por sala pidiéndonos que la denunciáramos si la veíamos y nos dio un número telefónico para que avisáramos de su paradero. Entre lágrimas me contó haber escapado de una detención domiciliaria, una ratonera.
Miré a mi alrededor, la calle estaba desierta, sin embargo sentí que era preferible conversar a puerta cerrada, protegida de posibles miradas ocultas tras los visillos que podían haber reparado en nuestro emocionado encuentro. La invité a pasar a mi casa que estaba cerca, confiada aceptó y compartimos un aromático café caliente que nos reconfortó de la gélida mañana y permitió que las palabras fueran fluyendo libremente y así fue hilvanando su historia que voy a narrarles ahora.
«Una noche en que la neblina lo envolvía todo dando un aspecto espectral y siniestro a la ciudad como un presagio de lo que acaecería, me esperaban cerca del ascensor dos señores de civil, altos, macizos, elegantemente vestidos. Subieron conmigo y se presentaron de buena forma. Dentro del departamento, desde mi teléfono llamaron al cuartel anunciando que la tarea estaba cumplida, y además, pidieron instrucciones. Esa noche llegaron para quedarse…
Después del toque de queda llegó un pelotón de infantes de marina con las caras pintadas y metralleta en mano, se tomaron el departamento… Registraron todo, vaciaron los cajones, los closets, dieron vuelta los colchones, la despensa y cada día fueron sacando bolsones grandes llenos de libros, diarios y revistas… Además, se fueron llevando las cosas que más les gustaron, pipas, relojes, muñecas, loza… Así, el espacio fue quedando cada vez más vacío y el eco se introdujo en punta de pie y se encargó de rellenar los rincones.
Los días con sus noches fueron pasando muy lentamente… Para aparentar normalidad, todas las mañanas me sacaban a la calle como si nada pasara, estrechamente vigilada. Fueron días sin comer, noches sin dormir… El miedo se fue instalando en mis tripas vacías y mis vísceras asustadas temblaban de pavor haciendo girar mis rodillas como manecillas de un reloj. Caminaba por la calle como un robot, no miraba a nadie, aterrada de encontrarme con algún compañero o compañera que me saludara, es por eso que ahora no quería encontrarme contigo», dijo.
Pasaron varios años, y un día frío de invierno la encontré en el paseo Ahumada, una espesa neblina lo envolvía todo, la saludé entusiasmada, me respondió y me pidió que la ayudara a refrescar su memoria. Le hablé de nuestro último encuentro, se quedó un momento en silencio y exclamó: «¡Esta vez invito yo!», nos fuimos a un café y me contó como superó la angustia, la ansiedad que le provocaba el no querer delatar a nadie. «Súbitamente, sin proponérmelo, ocurrió el milagro», ―dijo― «…mi memoria se encargó de borrar todo, nombres, rostros, números de teléfono… quedé como colgada, petrificada, muda, sin familia, sin relaciones a quienes pudiera comprometer. Estos encuentros son maravillosos para mí, dijo, porque me permiten rescatar de entre los pliegues ocultos de mi memoria a los amigos y amigas que aún duermen en el olvido pero que gracias a él fueron salvados del horror»

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