LAS MANZANAS NO SABEN DE AMOR

Por: Hugo Mora Mella

Estoy emocionado y no menos nervioso, espero impaciente la salida de mi enamorada. Mientras la canasta de manzanas reposa inmóvil sobre la bicicleta. Es el día más hermoso de primavera que haya vivido. Todo es bello y luminoso como los ojos de Clarita cuando me contemplo en ellos. El cómo llegué a este precioso momento, lo recuerdo claramente. Podría asegurar que todo se inició cuando el profesor de castellano preguntó:
―¿Quién de ustedes quiere trabajar?
El primero en levantar la mano fui yo. Hacía meses que buscaba ocupación mientras cursaba tercer año de humanidades, a mis dieciséis años, en el liceo nocturno de la ciudad. Por razones económicas y de índole familiar, no tuve la suerte de iniciar la enseñanza media como el común de los niños.

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Me aceptaron y como flamante empleado de Librería Cóndor, se cumple finalmente uno de mis caros anhelos, trabajar. Mis tareas: el aseo, atención al público, trámites bancarios, y otras actividades. Me siento realizado. Durante un encargo al domicilio de mis empleadores, me atiende en forma descortés una muchachita de trece años, hija única de los dueños, que en ese entonces cursaba segundo año de humanidades. “Petulante” es el adjetivo que le calzaba perfecto. Sin embargo, durante el resto de la jornada su lindo rostro no se apartó de mi mente. De tez blanca, con algunas pecas en la nariz y sus mejillas eran características que la asemejaban bastante a una muñeca de loza que tiene mi hermana menor.
Asumo con responsabilidad mi tarea. La niña acude al negocio ciertos días después de clase y su comportamiento difiere totalmente al del primer día. Mi corazón adolescente late con fuerza cuando Clarita me habla o me mira. La observo de reojo sin que sus padres se percaten. Sin el uniforme escolar luce como toda una señorita.
En instantes de diálogos nuestros temas versan principalmente sobre historia de Chile y del mundo. Es divertida y terriblemente hermosa. No me agrada que converse con sus compañeros de curso. Creo que estoy celoso. Cuando por primera vez rocé sus manos, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Menos mal que la joven no se percató. Su presencia despertaba en mí sentimientos que jamás había experimentado. Lo único que quería era besarla, acariciarla y estrecharla entre mis brazos. Ya no éramos niños y la adolescencia se nos presentaba plena de misterios, emociones y comportamientos que no lográbamos aclarar. En un momento, mientras desempacábamos mercaderías, como en un juego de niños, la adorno con aretes, anillos, pulseras y collares. Al ponerle una corona de novia, no soporté el ansia de besarla y lo hice sin medir consecuencias. Luego, tomé sus manos colocándolas en mi pecho. Al notar los rápidos latidos, me dice riendo:
―¡Estás enfermo del corazón! ―y salió corriendo.
Así, días más tarde, la hora de cierre llega como cliente inesperado. Pasa el tiempo y cada vez que llevo encargos a su casa, le robo besos tiernos sin ninguna resistencia de su parte. Sin promesas ni juramento alguno, iniciamos una linda amistad, con sentimientos recíprocos, que no sabíamos definir. Me di cuenta en definitiva que estaba terriblemente enamorado. Claro que si nos descubrían, me pondrían de patitas en la calle.
En todos mis pensamiento y sueños está ella presente. Solo pensar que otro pretenda enamorarla, me pone furioso. En todo ser viviente veo su rostro. Por ella ando como en las nubes. Durante un trámite bancario, dejo olvidada mi bicicleta; ¡por fortuna carabineros me la devolvió!, previa multa, eso sí. Mi mente no está bien; en vez de abrir las puerta, ¡las cierro!, y viceversa.
―¿Qué te pasa muchacho? ―Preguntaba mi jefe. “Si supiera”, pensaba yo.
―Mañana es mi cumpleaños y quiero que nos juntemos en la plaza. ―Me pide cierto día, mi flamante polola. ―Tengo el permiso de mi profesora.
―Estaré frente al liceo esperándote. ―Respondo pleno de dicha.
Era mi primera cita, no podía fallar. Pero cómo pedir permiso a las once de la mañana. Esa noche se me hizo imposible conciliar el sueño. Al día siguiente, el buen destino quiso que me mandaran al mercado, y después, a dejar un pedido especial.
Ahora, estoy junto a mi bicicleta y mi canasta llena de manzanas, esperando a mi enamorada. Antes de la hora concertada, observo con sorpresa que se abren las puertas del establecimiento, dando paso a un mar de alumnas. Mi nerviosismo llega a tal punto que vuelco la bicicleta y las manzanas se esparcen por todo el ancho de la avenida. Quería hundirme, huir, desaparecer ante la vergüenza que me provoca el incidente. Mi cara se cubre con una especie de manto escarlata.
―¿Qué va a pensar mi enamorada? ¿Dónde estará ella? ¿Me voy o me quedo?
Como película en cámara lenta, entre gritos y risas, veo venir a decenas de niñas que se aproximan, cada una levanta una manzana, hasta que llenan mi canasto. Clarita me abrazó entendiendo mi bochorno que como balde de agua fría se apoderó de todo mi ser. A pesar de todo, tuve energía suficiente para subir a Clarita a mi vehículo y juntos emprendimos la huida pedaleando calle abajo, con destino desconocido.
Pasó el tiempo, aquel que todo lo cura. Me retiré del trabajo meses antes que mis empleadores vendieran el negocio. El destino aciago se encargó de dar término a mi pololeo con Clarita, mi primer amor. Al acudir a firmar el término de contrato, me acompañó mi hermana mayor con una amiga. Esta joven, al ver mi rostro compungido, me consuela con un prolongado abrazo. La acción fue mal interpretada por Clarita. Desde ese instante, no aceptó explicaciones, ni eso de: “lo que viste, no es lo que tú crees.” En todo caso, es verdad que el primer amor, nunca se olvida.

1 comentario en “LAS MANZANAS NO SABEN DE AMOR

  1. Una linda historia de amor, los lindos recuerdos que nunca salen de nuestro corazón, nuestras primeras experiencias de la vida, que nos hacen conocer esos eternos y hermosos sentimientos.

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